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Las siete leyes del éxito (sexta parte)
Continuación de Las siete leyes del éxito (quinta parte)
“Vanidad de vanidades, todo es vanidad”, escribió este rey al final de su vida de experimentación (Eclesiastés 1:2). Todo aquello era una lucha continua… ¿tras de qué? Tras de nada, todo era “trabajar en vano”, concluyó (Eclesiastés 5:16). Todo lo que le trajo una vida de afanoso trabajo, dedicación vigorosa y obtención de bienes materiales, confesó aquel rey, no fue más que ¡un puñado de aire!
A este hombre se le llamó el más sabio que jamás haya vivido. Fue el rey Salomón de la antigua Israel. A pesar de sus costosos experimentos, él nunca halló los verdaderos valores ni el significado del éxito perdurable y legítimo.
¿A qué se debió esto? Simplemente a que, con toda su sabiduría, este hombre buscó el placer, la felicidad y el éxito a su manera: en el materialismo. En el principio, el Eterno Creador diseñó y puso en vigor leyes vivientes con el fin de producir felicidad, vida abundante y gozo sano y continuo para todos los humanos que las acataran. Estas son las siete grandes leyes del éxito. El rey Salomón, como casi todos los hombres “prósperos” del mundo, aplicó tesoneramente las seis primeras, pero al no tener en cuenta la séptima, se dirigió por el camino equivocado. Entre más se afanó, más lejos llegó, pero en dirección opuesta del éxito perdurable y verdadero.
Él conocía esta séptima ley, pero “hizo Salomón lo malo ante los ojos del Eterno …” Él no obedeció lo que le mandó su Hacedor. “Y dijo el Eterno a Salomón: Por cuanto ha habido esto en ti, y no has guardado mi pacto y mis estatutos que yo te mandé, romperé de ti el reino” (1 Reyes 11:6-11).
Consideremos ahora las experiencias de un rey moderno. Éste era amigo íntimo de otro monarca, el ex rey Saud de Arabia, a quien he sido presentado personalmente. Hace tiempo los periódicos publicaron la noticia de la repentina riqueza que le llegó al emir Alí de Qatar.
Qatar es una península de la costa de Arabia, en el golfo Pérsico. Repentinamente le llegó al pequeño país un gran auge petrolero que le producía a este emirato de 35.000 habitantes, 50 millones de dólares anuales, de los cuales 12 millones y medio iban directamente al Emir.
¿Qué haría usted si de repente recibiera una renta de 12.500.000 de dólares al año?
¡Probablemente no haría lo que piensa que haría! Tal cantidad de dinero, llegada repentinamente, cambiaría radicalmente las ideas de uno. Eso fue lo que pasó con el emir Alí.
Inmediatamente empezó a construirse ostentosos palacios rosados, verdes y dorados en medio de las chozas de adobe en las que vivían los habitantes de su país. Sus palacios eran ultramodernos, con aire acondicionado y aun con cortinas controladas por botones. Así el nuevo rico podía preservarse de los ardientes 50 grados del desierto.
Alquilaba aviones para llevar consigo un séquito tan numeroso que su villa palaciega en el lago de Ginebra era insuficiente para alojarlo. Tenía que buscar acomodo en varios hoteles del lugar.
Después el Emir se auto regaló una magnífica mansión de un millón de dólares, desde la cual podía disfrutar de un panorama espectacular de la ciudad de Beirut, Líbano, y el hermoso Mediterráneo. Cuando el rey Saud le hizo una visita real, él le obsequió 16 automóviles, uno de ellos con incrustaciones de oro. El viejo emir Alí se volvió tan generoso con sus propios caprichos, que pronto sus deudas llegaron a los 14 millones de dólares, ¡sobrepasando a sus fabulosas entradas!
Alrededor del mundo se difundió la noticia de que Alí simplemente no podía cubrir sus gastos con sólo 12 millones y medio de dólares al año. El primero de noviembre de 1960 abdicó en favor de su hijo Ahmed, de 40 años de edad. Un nuevo consejo consultivo convino en pagar las deudas del viejo Alí y concederle una pensión que le permitiera sostener un puñado de sirvientes y unas cuantas esposas.
¡Pobre Alí! Le fue más difícil sufragar sus gastos con 12 millones y medio de dólares anuales, que cuando estaba en relativa pobreza. ▪
Continúa en Las siete leyes del éxito (séptima parte)