La Trompeta
Autobiografía de Herbert W. Armstrong: Niñez (segunda parte)
Tomado de la Autobiografía de Herbert W. Armstrong. COPYRIGHT © 1957–1986, 2016 PHILADELPHIA CHURCH OF GOD. COPYRIGHT © 2019 IGLESIA DE DIOS DE FILADELFIA. ALL RIGHTS RESERVED. TODOS DERECHOS RESERVADOS
Continuación de Capítulo 1: Niñez (primera parte)
La búsqueda de “leche de paloma”
Un día curioseando, yo entré al taller de imprenta de la ciudad. Debo haber estado en una de mis incursiones usuales en búsqueda de información, haciendo tantas preguntas que los obreros de la imprenta tuvieron que inventarse algo para deshacerse del fastidioso.
“Dime, hijito, me pregunto si podrías ir y hacernos un favor”, dijo uno. “Ve a la tienda y pídeles que te den un cuarto de litro de leche de paloma”.
“¿Para qué es eso?” pregunté. “¿Para qué la quieren?” Yo siempre tenía que entender “porqué” y “cómo”.
“Para engrasar las prensas”, explicó el impresor.
“¿Cómo voy a pagar?”
“Diles que nos lo carguen a la cuenta”, fue la respuesta.
En la tienda el vendedor explicó: “Lo siento, chicuelo, se nos acabó la leche de paloma. Ahora la venden en la joyería”.
De la joyería me enviaron al almacén de muebles, luego a la droguería, y después de ir a casi todos los almacenes de la ciudad fui a la ferretería de mi padre. Papá me explicó que yo había sido enviado por toda la ciudad en una misión para ingenuos. De cualquier forma, yo añadí a mi cúmulo de conocimientos el hecho que la leche de paloma no se consigue en los almacenes. Y ni pensé que ésta era una encomienda más ingenua que aquella a la que fue enviado un marino novato cuando su barco ancló en Pearl Harbor. Los marinos de más experiencia lo enviaron a tierra con un cierto comandante para que consiguiera la llave del asta de la bandera, y solo consiguió que lo echaran al calabozo.
Mientras estaba en Union yo vendía periódicos del Saturday Evening Post semanalmente. Recuerdo muy bien la mochila de lona especial, con el nombre del periódico al lado.
Nuestro granero en Union estaba terriblemente infestado de ratas. Yo determiné hacer algo al respecto. Obtuve una trampa de ratas grande en la ferretería, y casi todas las mañanas encontraba varias ratas en la trampa.
Recuerdo una fiesta de cumpleaños que mi madre hizo para mí cuando cumplí nueve años el 31 de julio de 1901, probablemente porque una foto tomada en la fiesta ha permanecido en la caja familiar de fotos antiguas.
Nos trasladamos de regreso a Des Moines en 1901, a comienzos del otoño, después de año y medio en Union, esta vez cerca de la 13 Oriente con Walker. Entonces estaba en cuarto grado. Vivíamos cerca de un centro de salud de Adventistas del Séptimo Día, y había una panadería cerca de la entrada frontal. Recuerdo que era enviado frecuentemente a esta panadería a comprar pan “saludable” especial, probablemente de trigo entero. Sin embargo, lo que más me impresionó fue la sensación en mi mente infantil de que estos adventistas debían ser alguna clase de gente religiosa extraña, porque “guardaban el sábado en lugar del domingo”. Aún a esa edad, cualquier cosa diferente de la costumbre común y de lo aceptado por la sociedad en general automáticamente me parecía extraña; y si era extraña, entonces por supuesto parecía ser errada. ¿Por qué las personas suponen que la mayoría de la gente no puede estar equivocada?
Parece que la mayoría de nosotros, a menos que nos detengamos a pensar un poco, somos como la Sra. O'Rafferty, viendo a su hijo marchar con los soldados por la avenida Broadway en Nueva York, que acababan de regresar de la Primera Guerra Mundial.
“Yo estaba muy orgullosa de Dinny”, dijo ella, “porque... ¿saben? Todos estaban marchando fuera de secuencia excepto él”.
Pues, quizás fue solo Dinny quien estaba exactamente en sincronía, ¿quién sabe? El punto es que nosotros ciegamente suponemos que la mayoría de la gente no puede estar equivocada. Pero yo entendería, años más tarde, que todas las personas pueden estar equivocadas, tan terriblemente equivocadas que la gente ahora está llegando al final de su mal lograda civilización, la cual está desplomándose sobre sus propias cabezas.
¡Sólo que la mayoría de la gente todavía no está consciente de eso!
Cuando yo tenía 11 años, en 1903, el automóvil estaba en su primera infancia, se construía básicamente como los carruajes halados por caballos, con ruedas cubiertas de caucho duro, y en vez de volante para dirigir tenían un bastón o manilla. Frecuentemente los llamábamos carruajes sin caballos. Mi padre siempre estaba alegre, y le encantaba bromear. Fue mientras estábamos viviendo en esta casa que él nos llamó diciendo:
“¡Apúrense! ¡Vengan rápido! ¡Ahí va un carruaje sin caballos!”
Ver uno de estos primeros automóviles era algo novedoso. Llegamos corriendo a la ventana del frente. Un carruaje iba pasando. Sí, era un carruaje sin caballos. Era halado, no por caballos, sino por un par de mulas. La voz gruesa y fuerte de mi padre estalló en una risa gozosa.
La lucha libre se volvió un deporte favorito en esos días. Eran los días de Frank Gotch, Farmer Burns, Zbysco, y otros, cuando la lucha era un verdadero deporte y no un espectáculo de farsa. Los hermanos mayores de “Clayt” Schoonover habían instalado un verdadero cuadrilátero de lucha, y nos enseñaron todos los movimientos principales.
De todas formas, pienso que me gustaba el patinaje en hielo quizás más que cualquier otro deporte. Había aprendido a deslizarme ampliamente y con suavidad en un estilo en que mi cuerpo dominaba la pista, de un lado al otro, usando la fuerza de la gravedad para ayudarme a impulsar. Tenía ritmo y producía una sensación emocionante.
En ese tiempo, 1902 a 1903, muchas de las calles en la ciudad todavía estaban sin pavimentar. Los andenes eran de tablones de madera clavados sobre barrotes de dos por cuatro, con grietas angostas entre los tablones. Recuerdo esto debido a un incidente. Un día a alguien se le cayó una moneda de 10 centavos, y esta cayó sobre el andén y desapareció a través de una de las angostas grietas. Los vecinos debieron haber gastado un total de dos o tres días de horas-hombre, desarmando los andenes en búsqueda de la moneda perdida. Aprendí que la gente se esfuerza mucho más por evitar perder algo de lo que se esfuerza para obtener algo. Posteriormente usé este punto de psicología con buen efecto en mis textos publicitarios.
Cuando un niño tiene 11 años
Frecuentemente he dicho que el año más feliz en la vida de cualquier ser humano es el de un niño de 11 años. A esa edad el niño experimenta algo, creo yo, que una niña nunca experimenta. Él no tiene sentido de responsabilidad que lo agobie. No lleva ninguna carga sino la de divertirse. Por supuesto que los niños de esa edad hacen cosas tontas y a veces peligrosas. Nunca sabré cómo un niño logra llegar a la edad adulta, a menos que haya un ángel guardián que cuide y proteja a cada niño.
Otra condición del momento ilustra cuan recientemente este mundo ha llegado a modernizarse realmente. Las luces de la calle en nuestro vecindario eran luces de gas. La electricidad todavía no se había modernizado en 1902-1903. Un hombre pasaba a caballo todos los días al anochecer con un pabilo encendido atado en la punta de un palo, y con eso él alcanzaba y encendía cada farol. Luego, cuando el sol salía a la mañana siguiente, él tenía que pasar de nuevo apagando las luces.
Durante esos días yo montaba mucho en bicicleta y desarrollé bien los músculos de las pantorrillas en ambas piernas. Hacia este tiempo mi padre había inventado una cubierta metálica para que el aire circulara alrededor de un calentador, y se había metido en el negocio de fabricación de hornos, con una pequeña fábrica en la calle 1a o 2a Oriente. Yo trabajaba en esa fábrica durante las vacaciones de verano.
Nuestro sistema de transporte en 1903-1904 era el caballo con un coche ligero, y mi bicicleta. Para ir a la fábrica por la mañana ocasionalmente teníamos que usar el látigo sobre el caballo para mantenerlo trotando. Pero para regresar a casa en la noche era necesario apretarle bien las riendas. Él no necesitaba que lo urgieran para trotar. Parecía saber que sus hojuelas de avena lo esperaban en nuestro granero.
Primer entrenamiento religioso
Pienso que ahora es tiempo de explicar qué tipo de preparación religiosa recibí en mi niñez.
Mi padre y mi madre eran de linaje cuákero sólido.
En mis primeros recuerdos está que yo asistía regularmente a la escuela dominical y a los servicios de la Iglesia de los Primeros Amigos en Des Moines.
Desde mi primera infancia estuve en una clase para niños en la escuela dominical, y en cierta forma todos crecimos juntos. No puedo recordar cuándo conocí a esos niños. Creo que todos fuimos llevados allá siendo bebés.
De cualquier forma, hace unos 25 años fue interesante saber lo que había sucedido con la mayoría de ellos, pues yo me había apartado de la iglesia hacia la edad de 18, y no habíamos tenido más contacto. Uno de ellos había llegado a ser director administrativo del cuerpo estudiantil en la Universidad del Estado de San Francisco, y tenía un doctorado de Yale. Lo contacté, y él me dio ayuda y consejo considerable y valioso para fundar Ambassador College en 1947.
Otro, quien había sido quizás mi principal amigo durante esos primeros años de infancia, era un comerciante minorista de muebles jubilado quien se había expandido, y había mantenido exitosamente el establecimiento comercial fundado por su padre. Otro era un odontólogo exitoso. El hijo del Pastor en mi niñez había muerto aparentemente siendo joven. Otro había llegado a ser director de una gran agencia de auxilio en Oriente Medio. En general, los niños de esa clase se habían convertido en hombres exitosos.
El despertar; se enciende la chispa de ambición
Durante las edades entre 12 y 16, además de la escuela, yo tuve muchos empleos en los sábados y en vacaciones. Hacía una ruta con periódicos, hacía mandados para una tienda de comestibles, hacía entregas inmediatas para un almacén de telas, pasé unas vacaciones de verano como dibujante para una compañía de muebles y tuve algunos otros trabajos diversos.
Pero a los 16 años, durante las vacaciones de verano, obtuve mi primer trabajo lejos de casa. El trabajo era servir las mesas en el comedor de un hotel semi centro turístico en Altoona, en la población siguiente hacia el oriente de Des Moines. Había una línea eléctrica, una vía de carros interurbanos, que pasaba por Altoona y seguía hacia el oriente a la pequeña población de Colfax. Este hotel de Altoona servía comidas con un estándar que atraía a muchas personas de Des Moines.
El propietario era un hombre soltero de quizás 45 años. El alababa mucho mi trabajo. Pronto comenzó a decirme que podía ver cualidades en mí que estaban destinadas a conducirme a gran éxito en la vida. Él constantemente expresaba gran confianza en mí, y lo que yo podría lograr si estaba dispuesto a esforzarme verdaderamente.
El efecto que esto tuvo en mí me recuerda de una experiencia que mi esposa ha relatado, la cual sucedió cuando ella era una niña pequeña. Ella estaba en la tienda de abarrotes de su padre. Un hombre entró, puso su mano sobre su cabeza, y dijo: “Tu eres una niñita bonita, ¿no es así?”
“Le agradeceré”, respondió su madre indignada, “¡que no le diga a mis hijas que ellas son bonitas! Eso no es bueno para ellas”.
Rápidamente la pequeña Loma corrió a un espejo y se miró. Hizo un descubrimiento. Se dijo a sí misma con aprobación: “Bueno yo soy bonita ¿cierto?”
Yo nunca había comprendido antes que poseía algunas habilidades. En realidad nunca había sido líder entre los niños. La mayor parte del tiempo había jugado con niños mayores que yo quienes automáticamente asumían el liderazgo. Pero ahora, por primera vez, comencé a creer en mí mismo. El propietario de este hotel me despertó la ambición, creó en mí el deseo de escalar el sendero del éxito, de llegar a ser alguien importante. Esto, por supuesto, era vanidad. Pero también era ambición por la realización y el mejoramiento personal. Él además estimuló la voluntad para hacer cualquier esfuerzo que se requiriera para lograr este éxito. Me hizo comprender que yo tendría que estudiar, adquirir conocimiento, y saber cómo ser industrioso y ejercitar la abnegación. En realidad, esto se desarrolló como una auto-confianza y orgullo excesivos. Pero me impulsó a hacer un esfuerzo máximo.
Momento decisivo en la vida
Es imposible estimar la importancia de este despertar repentino de ambición, esta inyección de un deseo intenso por el éxito, esta chispa de energía resuelta que se encendió para alcanzar logros meritorios.
Este fue el momento decisivo de mi vida.
Repentinamente la vida se volvió un “partido de pelota” totalmente nuevo. Internamente había surgido una perspectiva del futuro totalmente nueva.
Yo creo que éste es el ingrediente vital que ha faltado en la mayoría de las vidas humanas. La mayoría continúa viviendo como vivía yo antes de ese despertar de ambición. Como lo he dicho, hasta este momento yo jugaba con niños más grandes que yo. Me parecía natural que ellos asumieran el liderazgo. Yo simplemente “los seguía”. La idea de querer alcanzar el éxito, o el logro de la fama nunca entró por sí misma a mi mente. Y probablemente tampoco lo hace en la mente promedio. Y ésta fue como una intromisión, porque mi mente estaba constantemente ocupada sólo con los intereses, placeres y disfrutes del momento.
Repentinamente, ¡todo esto cambió! ¡Cambió drásticamente! ¡Qué tragedia es que la vasta mayoría de mentes humanas no puedan recibir esta esperanza, este deseo, esta expectativa ambiciosa, esta confianza, en su futuro! La actitud general de desesperanza por el futuro, ha generado las rebeliones modernas, el movimiento hippie, las protestas estudiantiles, los disturbios y la violencia.
Por supuesto, a los 16 años, todavía no había establecido una meta definitiva en la cual trabajar, aparte de la ambición general de tener éxito. Más adelante se tendría que cristalizar de lo que se trataría ese éxito.
Además, hasta ahora eso era pura vanidad. Pero era una vanidad positiva, y que podría ser preferible que una humildad negativa y carente de propósito. Eso fue el principio mismo de logros posteriores.
Algunos años después, fui considerablemente inspirado por uno de los libros “inspiradores” de Orison Swett Marden, titulado: He Can Who Thinks He Can [Quien piensa que puede, puede]. Qué lástima que parece haber carestía de tales libros hoy.
De regreso a Des Moines continué estudiando secundaria en North High School. Comencé a pasar horas extras fuera de la escuela en la librería de la ciudad, principalmente en las secciones de filosofía, biografías y administración de negocios. Comencé a estudiar a Platón, Sócrates, Aristóteles y Epictetos. Fue en este tiempo que leí por primera vez la Autobiografía de Benjamín Franklin.
Mi primera cita con una jovencita tuvo lugar hacia este tiempo; consistió en acompañar a una chica de mi salón de secundaria que vivía en la casa de enseguida, a alguna función escolar. A esa edad yo estaba bastante impresionado con las niñas, y me sentía incómodo en su presencia. Siempre había sido un enigma para mí que tantos muchachos alrededor de esa edad les temen a las muchachas, se ponían nerviosos ante ellas, y sin embargo ellas parecían no ser tímidas ni ruborizarse de ninguna forma ante los muchachos. Durante los siguientes 8 años continué invitando a esta muchacha ocasionalmente (sin embargo, no fue lo que se llama “ser novios”), y yo nunca puse mi brazo alrededor de ella, ni la besé, ni la acaricié (se llamaba “loving up” en esos tiempos).
“North High” tenía un alumnado total de sólo 400 estudiantes. En secundaria yo salía a jugar fútbol americano, a la pista de atletismo, y jugaba algo de baloncesto en el gimnasio. En fútbol americano jugaba ofensiva o de medio. Pesaba sólo 61 kilos en ese tiempo y era demasiado liviano para estar en el equipo, pero era apto para estar en el equipo en todos sus juegos locales, que se jugaban usualmente en el Estadio de la Universidad Drake. En la pista me inscribí para carreras de una milla en mi segundo año solamente, pero nunca estuve en la carrera estatal. El mejor tiempo que hice fue 5 minutos exactos en la pista de Drake, donde todavía existe la carrera anual, famosa a nivel nacional, de Drake Relays. ¡Hoy los mejores corredores del mundo corren la milla en menos de 4 minutos!
Yo fui un estudiante promedio en la escuela. Pero en exámenes finales siempre obtuve notas del 95% al 98%.
Pero hasta ahí no había establecido una meta definitiva en la vida. A la tierna edad de 16 años la idea de fijarse un objetivo definitivo, de encontrar el verdadero propósito de la vida, se les ocurre a pocos adolescentes. Mi ambición se había despertado. Yo hervía de deseo por lograr algo en la vida, por llegar a ser un éxito. Pero todavía no se había cristalizado exactamente dónde, o precisamente qué constituía el “éxito”. ▪
Continúa en Aprendiendo lecciones importantes (primera parte)