La Trompeta
Autobiografía de Herbert W. Armstrong: El negocio se desintegra
Continuación de ¡Sobreviene la depresión!
Los dos años siguientes, desde finales de 1920 hasta diciembre de 1922, fueron años desalentadores. Unos pocos ejecutivos de negocios conocidos a nivel nacional, incapaces de asumir los infortunios de la depresión, se sumieron en la desesperanza y cometieron suicidio. Uno de ellos era el presidente de una de las grandes empresas fabricantes de automóviles, a quien yo había conocido personalmente.
Yo había quedado derribado, atónito y aturdido; pero no fuera de combate. Me aferraba desesperadamente, esperando escalar nuevamente a la cumbre.
Conferencia con millonarios
Una mañana, debe haber sido como en febrero de 1921, entró una llamada telefónica del secretario de la Asociación Nacional de Vehículos e Implementos. Una reunión importante del Consejo Directivo de la asociación estaba en progreso. El Sr. Wallis (no recuerdo ahora sus iniciales), presidente del J. I. Case Plow Works [Fabricante de arados], mi mayor cliente, era presidente de este consejo. Él le había pedido al secretario que me llamara y me preguntara si yo podía acudir inmediatamente a su reunión que se estaba llevando a cabo cruzando la avenida del Loop en el Union League Club.
Le dije a él que acudiría de inmediato. Me apresuré hacia una tienda de planchado y a un salón para lustrar los zapatos, a media cuadra de mi oficina en la Calle West Madison, entré a un cuarto de vestir e hice que plancharan mi vestido y lustraran mis zapatos mientras esperaba, fue un trabajo apresurado. Luego tomé un taxi y me apresuré hasta el Union League Club.
Al ser dirigido hasta el cuarto privado donde se estaba llevando a cabo la reunión del Consejo, estreché mi mano con el Sr. Wallis, y luego fui presentado a otros seis presidentes millonarios de grandes fábricas de implementos para granjas. Recuerdo que estaba el Sr. Brantingham, presidente de Emerson-Brantingham, entre otros. El magnetismo de las personalidades poderosas de estos siete líderes de grandes negocios sobrecargaba la atmósfera del salón. Fue la primera vez que estuve en presencia de tantos hombres importantes al mismo tiempo. Yo estaba profundamente impresionado. Pero ellos no estaban de buen ánimo. Eran un grupo de hombres profundamente preocupados. La depresión estaba arruinando sus negocios. Enfrentaban la ruina.
Aconsejándole a los clientes a cancelar
“Sr. Armstrong”, dijo el Sr. Wallis, “por supuesto que usted sabe la extensión a la cual ha golpeado esta depresión la industria de tractores agrarios. Esta reunión ha sido llamada en pro de toda esta industria. La industria no puede sobrevivir a menos que podamos encontrar alguna forma de estimular las ventas en esta depresión. Tenemos que encontrar alguna forma de animar a los granjeros a comprar tractores, y ellos han dejado de comprarlos.
“Ahora lo que queremos preguntarle es esto: ¿Podría usted ejercer presión sobre los editores de los periódicos bancarios de esta nación, a los que usted representa, para que escriban editoriales fuertes y vigorosos que urjan a los banqueros a aconsejar a los granjeros a volver a comprar tractores? ¿Podría su editor mostrarles a los banqueros porqué deben ejercer presión sobre los granjeros para que compren tractores, y salven esta gran industria?”
Este fue un momento crucial en mi vida. Aquí había siete líderes de grandes corporaciones. Ellos representaban a toda la gran industria de tractores agrarios e implementos agrícolas. ¡Y estaban recurriendo a mí para que desarrollara una idea, y tomara alguna acción que pudiera salvar de la bancarrota a esta gran industria de grandes negocios estadounidenses!
¡Qué apelación para mi egolatría! ¡Qué tentación a pensar en mi importancia personal!
¡Pero yo conocía los hechos! Y cuando esta prueba llegó tuve que ser honesto con estos hombres. No era momento para una exhibición impresionante de mi gloria personal, o para crear una farsa. Yo conocía los hechos, los hechos duros, severos y desalentadores; ¡y tenía que ser honesto! Aunque yo sabía que esto significaba la cancelación de la publicidad de tractores que todavía no habían sido canceladas.
Por supuesto lo sobreentendido era que, si yo lograba estimular a nuestros editores a iniciar una campaña para presionar a los banqueros a que persuadieran a los granjeros a comprar tractores en esta depresión, un volumen nunca antes visto de publicidad de grandes espacios, ¡me sería dado en bandeja!
Yo estaba bien consciente de eso. Estaba muy consciente de que tenía en mí poder ignorar los hechos que había reunido, y comenzar una campaña así en las principales revistas bancarias de Estados Unidos. Estos hombres no sabían lo que yo sabía. Pero eso sería corrupción, y deshonestidad deliberada.
Yo tenía ambición por hacer dinero. ¡Pero no por medio de corrupción o deshonestidad! ¡Yo era sincero!
“No, caballeros”, respondí sin dudar. “¡No puedo hacerlo! He estado en contacto constante con los banqueros con respecto a la situación de tractores agrarios. Permítanme decirles lo que los banqueros del país saben. Ellos saben que el maíz que normalmente se ha estado vendiendo a $1,12 la tonelada ha descendido a 18 centavos la tonelada. Tengo un cliente ahora, la Compañía Gordon-Van Tyne de Davenport, Iowa, cuyo negocio se disparó hacia arriba desde la depresión. Como ustedes saben, ellos hacen estructuras prefabricadas para almacenamiento temporal de granos. En todas partes los granjeros están comprándolas, y están almacenando su grano esperando un ascenso en el mercado, después que la depresión termine.
“Los banqueros saben que un tractor reemplaza seis caballos. Los tractores tienen que ser suplidos con gasolina, la cual está costosa ahora mismo. Los caballos son alimentados con maíz de 18 centavos y con avena y heno, cuyo precio ha descendido igualmente. Los banqueros de la nación saben que sus clientes granjeros pensarían que ellos son tontos al recomendarles que compren tractores y los suplan con gasolina costosa, cuando tienen sus caballos que son alimentados con grano que no pueden vender”.
Al día siguiente recibí la cancelación de la última cuenta de tractores que me quedaba, J. I. Case. Pero yo todavía conservaba mi honestidad y respeto propio.
El menú de un niño
A comienzos de mayo de 1921, fue necesario hacer un viaje de negocios a Iowa. Decidimos que yo debía tomar a nuestra hija mayor Beverly, quien tenía casi tres años, para que visitara a su “tía Bert” como llamaba ella a su tía Bertha, mientras yo negociaba en Iowa.
En la parte de abajo del camarote en el coche cama esa noche, mientras yo la desvestía para ponerle su pijama, Beverly se puso de pie, y descubrió que podía estirarse y tocar la parte de arriba del camarote.
“Mira, papi”, exclamó, “Ya soy una niña grande. Puedo tocar el techo”.
A la mañana siguiente estábamos desayunando en el comedor del Hotel Savory. Cuando la mesera me trajo el menú, Beverly, desde la silla alta que le habían traído, pidió un menú también. Riéndose la mesera le dio uno. Ella observó el menú de arriba hacia abajo con una expresión estudiosa; éste estaba al revés. Y luego, con gran dignidad femenina y con una voz muy de señorita, Beverly le dio su orden a la mesera.
“Pienso que voy a comer”, dijo vivazmente, “un poco de helado, algunas habichuelas, y unos dulces”.
Después, cuando su hermana menor Dorothy tenía más o menos la misma edad, pidió una cena.
“Quiero un poco de helado, palomitas de maíz y goma de mascar” fue su orden.
Nunca estuve de acuerdo con los psicólogos modernos que dicen que siempre debemos darles a los niños lo que quieran, y que ellos instintivamente saben lo que es mejor para ellos.
Nuestros hijos y nietos, por supuesto, como todos los demás, en ocasiones han soltado algunas expresiones “tiernas”. Una vez mi esposa le estaba poniendo a Dorothy su pijama infantil del Dr. Denton para acostarla en su cama. Me parece que eran de lana y le arañaban la piel.
“Madre”, dijo ella seriamente, “nadie sino solo yo y Dios y Jesús sabemos en qué aprieto estoy.
Recuperándome en Iowa
Las cosas en mi negocio iban de mal en peor. Era desalentador y frustrante. Yo estaba recibiendo la mayor derrota de mi vida, pero me aferraba tenazmente. Finalmente, alrededor de julio de 1922, se hizo necesario que entregáramos nuestro apartamento. Mi ingreso había descendido demasiado como para sostener a mi familia, y en ese momento decidimos que la Sra. Armstrong y las niñas debían ir a la granja de su padre en Iowa, para reducir los gastos.
Yo alquilé una habitación sencilla como a una cuadra de Maywood, y la amoblé con algunos de nuestros muebles más finos, y el resto de los muebles los llevamos a una bodega. Teníamos un piano Knabe nuevo que yo había comprado a plazos, pero lo regresamos al almacén cuando ya no pudimos seguirlo pagando. Todo el resto de los muebles habían sido comprados de contado.
En este tiempo entré quizás a los tres meses más negros y desalentadores de mi vida. Fue un error tratar de enfrentar esta penosa dificultad solo, sin mi esposa y mi familia. Si alguna vez necesité a mi esposa, fue en ese momento.
Comencé una amistad con otros dos hombres jóvenes que eran representantes publicitarios de revistas. Uno de ellos estaba en proceso de separarse y divorciarse de su esposa. La esposa del otro se iba durante el verano y el otoño. Comenzamos a frecuentar clubes nocturnos, llamados entonces cabarets. Frecuentemente rondábamos por estos lugares de música lamentable, quejambrosa, chillona y de gemidos, si es que tales cantos lúgubres pudieran llamarse “música”, hasta la 1 o 2 a.m. Comenzamos a beber, no fue para nada ni una fracción del volumen de un “alcohólico”, pero sí demasiado como para ser eficientes. Mi actitud mental se tornó en una de frustración.
Finalmente, me atrasé dos o tres semanas con el alquiler de mi habitación sencilla, y me sentí muy humillado para regresar. Me fui a un hotel de segunda categoría al norte, y luego a otro. Finalmente, ni siquiera pude sostener eso.
Llegué a lo más precario de esta situación en Chicago, en octubre de 1922. Me sentía triste por la ausencia de mi esposa e hijos. Al final, yo también tuve que buscar refugio en la granja de mi suegro en Iowa, donde no tendríamos gastos para sostenernos. No recuerdo ahora, pero probablemente esa vez viajé de día en un autobús.
Mi suegro estaba terminando de desgajar maíz y yo hice lo mejor que pude para ayudarle, pero no tenía experiencia, y era incapaz de ir al ritmo de él.
Durante el otoño y el invierno, pasé la mayor parte del tiempo descansando, y recuperando mi ánimo de la aplastante derrota de perder mi negocio debido a que mis clientes de grandes negocios habían perdido los suyos. Ese invierno, junto al calor del fuego de la madera de la chimenea que ardía, leí tres o cuatro libros de ficción, fueron los únicos libros de ficción que he leído en mi vida. Hice lo que pude para ayudar en la granja, pero no fue mucho, y mi esposa, por supuesto cocinaba y hacía los oficios de la casa.
Mi primera actividad universitaria
En este tiempo el hermano menor de mi esposa, Walter, estaba en primer año en Simpson College en Indianola. Alrededor de noviembre, llegó a mí con una propuesta.
“Herb”, dijo él, “he decidido participar en el concurso de oratoria de la universidad, si tú me ayudas”.
Poco tiempo antes había sido el primer día de la práctica de básquetbol. Walter había sido el jugador estrella de básquetbol en la Academia Simpson, a la cual él había asistido en lugar de la escuela secundaria. Su mayor ambición había sido ser parte del equipo titular de básquetbol de Simpson, y ser escogido en el equipo estrella del Des Moines Register.
El día de la apertura de la práctica de básquetbol, él fue el primero en el gimnasio con traje de básquetbol. Cuando el entrenador y otros jugadores salieron a la cancha, el entrenador frunció el ceño y se acercó a Walter.
“Dillon”, le dijo, “¿qué estás haciendo aquí? No te necesitamos. Tenemos todo el material que necesitamos este año. Ve a las duchas y ponte tu traje de calle”.
Ésta fue una humillación pública ante todos los candidatos del equipo. Ser rechazado sin opción de siquiera ser probado para estar en el equipo era irrazonable, injusto y discriminatorio. Él no podía entenderlo. ¡Estaba enojado! Más tarde supo la razón. El salario del entrenador en ese tiempo era pagado por una cierta fraternidad, y solo los miembros de la fraternidad eran considerados para estar en el equipo.
“Ahora esto es lo que yo pienso hacer”, me dijo él. “En oratoria, cualquiera puede competir. Ellos no me pueden rechazar porque yo no pertenezca a una fraternidad. Tú eres un escritor profesional. Si tú me ayudas a escribir mis discursos (y sí es permitido tener ayuda), y además trabajas conmigo en la parte oral, pienso que tendré una posibilidad. Los dos mejores oradores que ha habido en Simpson son estudiantes de tercer y cuarto años, ambos miembros de una fraternidad. Si podemos derrotarlos, será una dulce venganza. ¿Me ayudarías?
“Bueno, Walt”, respondí, “yo no sé nada acerca de concursos de oratoria universitarios. Nunca he visto uno. Nunca he leído el guion de un discurso universitario. Ni siquiera sé cómo son. Pero si tú me traes copias de unos pocos discursos como ejemplo, de seguro te ayudaré si puedo”. ▪
Capítulo 14 Competencia universitaria y “Oregón a toda costa”
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